Es parte de una tradición de varios Migueles... su papá, él y su hijo ostentan el mismo nombre.
Llegó a esta vida hace 47 años, tiene casi dos de estar acompañándome desde el teclado, desde un bus en marcha cuando nos da por viajar y en los sueños más descabellados. Debo confesar que es un buen cohabitante de mi corazón.
Como buen santaneco es creído y a veces he sospechado que se cree más malo de lo que en realidad es, porque sentirse malo es otra forma de vanidad. Cuando le agarran esos temas, lo dejo... al fin y al cabo... nunca he pretendido cambiarlo, así lo encontré y él sabe qué es bueno y qué es malo al final de cuentas. Además, a veces me veo reflejada en sus defectos.
Es de esa escasas personas que pueden reeducarme, quererme, besarme y regañarme... todo al mismo tiempo. Dice que siempre tiene la razón, pero lo he sorprendido dándome la razón en algunas y eso me gusta. Tiene la magnífica capacidad de maravillarse de algunas cosas del lenguaje y de la literatura, aunque se cree infalible en las matemáticas. Yo lo dejo, soy feliz explorando su racionalidad mientras veo que aún tiene suficiente humanidad para redescubrir la vida.
A pesar de todo ese lado lógico, lo he sorpendido cursi, como cuando me envía poemas en los días más agitados, o cuando me dedica canciones o me pone sobrenombres amorosos que nada tienen que ver con diminutivos, sino con la tarea de andar pastoreando estrellas.
Él que es cantante cuando está bolo, que baila salsa y me trajo nuevas posibilidades corporales. Él que es orgulloso, numérico y resentido. Él que tiene pendiente empezar a escribir una novela, que me invita a caminar, a resolver cosas, a arroparme para dormir, aunque no esté haciendo frío. Él que guarda silencio si está molesto, él que ama profundamente a cuatro adolescentes, que espera que el tiempo nos lleve a México, Barcelona y a Madrid.
A él lo descubrí en canciones que jamás pensé escuchar nunca. A él... a quien he decidido querer un rato... hay que felicitarlo por la vida.