Estoy por llegar a los 36 años y la vida ha sido maravillosa. Pasaron ciertas cosas no gratas en este tiempo, pero creo que fueron (medianamente) soportables y necesarias para poder crecer.
Ser niña en los ochentas, en un país en guerra, educada por jesuitas, en un entorno familiar clásico y católico ortodoxo forjó en mi un caracter bien particular. Tan particular como el de millones de niñas que vivieron conmigo esa época. Cada una tomamos decisiones y formas distintas, pero el caracter está ahí.
Tatiana, de quien luego hablaré, me enseñó y recordó que la mejor manera de vivir es sonriendo y tratar de buscarle el lado "gracioso" a la vida. Por supuesto a mi me cuesta un poco por este caracter tan horrible que a veces me aflora. Suelo ser gruñona, más en ciertas circunstancias. Sin embargo, a veces regreso a esa forma de ser que me recuerda a mí misma cuando era niña.
Por ejemplo, cuando llegué a la edad adulta de la universidad y el trabajo, siempre me daba por no ir a clases en el segundo ciclo, influenciada por mi recuerdo reciente colegial, en el cual desde medidados de octubre la vida aminoraba su ritmo y me dedicaba a leer, hacer manualidades y hojear interminablemente un diccionario viejo y destartalado tirada en el suelo de la sala de la casa.
Volverse adulta es algo fellito si una se deja... se olvida que a los 8 años una soñaba con llegar a los 10 porque se iba a ser "mas grande", o la emoción de tener su propia llave de la casa, la cual se prendía con un gancho de daiper a la bolsa de la falda del uniforme de colegio porque se podía perder o tantos artilugios para ser la hija y hermana mayor responsable y buena que todo mundo quería, pero que no lograba apagar el fuego cálido de la imaginación infantil.
En el proceso de llegar a los 36 he olvidado tantas cosas, importantes realmente, como subir a los árboles, leer sin interrupciones, escuchar una y otra y otra y otra vez la misma canción... o aspirar el olor de los bebés que le dejaban a cuidar solo porque le gusta a esa niña que fui, el olor lácteo de su piel.
Ser niña en un terremoto y ver el edificio de su colegio colapsado y tener ese recuerdo mientras ve heridos y noticias terribles y ver que su casita resistió con valentía, ser niña en medio de las palizas recibidas por una madre inexperta y sin embargo seguir queriéndola como que nada ha pasado, ser niña y ser valiente porque no se puede contar ciertas cosas por pura pena y reírme hasta que me dolía el estómago con un papá que siempre fue gracioso y ocurrente... cuidar a las hermanitas, proteger gatitos huérfanos y sentarme a esperar a que la noche llegara sentada en el techo de la casa y preguntarme si anochecía de la misma manera en todos lados del mundo. Todo eso me gustó de esa etapa.
Hoy pienso en la Karla que fui, la que era tímida y nunca opinaba nada porque pensaba que lo que pensara no le importaba a nadie, a la que siempre le daban asco los mariscos, a la que le encantaba andar en bicicleta en las tardes de los meses de vacaciones, la que se quebraba los sesos tratando de descifrar los misterios de las fracciones y otros artilugios matemáticos, la que siempre le pareció tan sencillo el lenguaje y que soñaba en cómo era Salarrué. Hoy la pienso a esa niña y me alegra haber sido ella y que ella ahora viva en mí, entre mis preocupaciones, mis enojos desmedidos e injustificados, entre mis temores, mi anhelos y mis actuales amores... se asoma ella con su inocencia, sus distracciones y alegrías y me recuerda que puedo volver a ella cuando el mundo me parece demasiado cruel.
Ella, esa Karla sigue viva en mi interior, me acompaña y me alegra tenerla, precisamente ella es la que me salvó durante todos estos años.
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