jueves, 10 de marzo de 2016

Ser mujer en el siglo XXI

Cuando el siglo nació, yo tenía 22 años... era muy joven e idealista, estudiaba letras en una universidad privada, me mantenía sola, aún vivía con mis papás y hermanas, pero era autónoma en todos los sentidos, en vacaciones agarraba mi mochila y me iba... donde fuera... Guatemala, Honduras, Nicaragua... mis lugares favoritos. No importa si era a la costa del Atlántico o las ciudades viejas a la orilla de un enorme lago o simplemente al Altiplano chapín, siempre me iba y cada vez que regresaba traía en mi mochila innumerables experiencias. A veces iba acompañada, a veces me iba sola. No tenía miedo.

En esos viajes introspectivos nunca tuve percances lamentables, a veces me quedaba corta de dinero o me daban baje en las fronteras a la hora de cambiar plata, pero no pasaba de eso. Nunca fui agredida, nunca sufrí maltrato, me cuidaron, me tocó cuidar a otros y me cuidaba. Mi mamá dice que siempre he tenido esa facilidad de cuidar gente y de cuidarme gracias a mi ceño fruncido que hace retroceder a más de alguno. A lo mejor tiene razón, estas cara de brava a veces funciona, pero también me divertí, me reía, cantaba y bailaba (dentro de lo que cabe) y siempre fui feliz así.

Le agradecí todas esas libertades, desde tener un trabajo y estudios superiores a las mujeres que desde el inicio del siglo XX lucharon por los derechos de las mujeres, desde votar, tener posesiones y tomar decisiones propias, todo se los debemos a ellas. Me sentí siempre muy orgullosas de ellas y en mi vida procuraba tenerles presentes a través de una vida digna como mujer. No ha cambiado eso, ha cambiado algo muy pequeño... tengo miedo.

La semana pasada me fui a México con Miguel, disfrutamos, me reencontré conmigo misma en la faceta que más me gusta de mi, ser libre. Me divertí, me reí, canté y esta vez no bailé, comí, probé nuevos sabores y vi muchas cosas hermosas, unas hechas por las personas y otras por la naturaleza, pero pasó algo, algo pequeño y lejano a mi. Una noche, mientras no podía dormir, me puse a leer noticias, en una de esas encontré la noticia de dos muchachas argentinas que fueron asesinadas en una zona turística de Ecuador. Fue horroroso, no solo el hecho contra ellas, sino las reacciones y declaraciones que hicieron las autoridades de Ecuador ante el feminicidio, entre ellas decir que lo que les pasó, en algún momento les tenía que pasar por andar solas, por ser mujeres que viajan solas, por ser mujeres, veinteañeras, que se atreven a salir de sus casas. 

Vi una fotografía de las chicas... tenía 21 y 22 años, la misma edad en la que yo emprendí muchos viajes y cuando más he aprendido de la vida. Tenían 21 y 22 años y ahora ya no están con nosotros. Eran buenas chicas, buenas hijas y hermanas, buenas amigas. Eran.

Aquella noche me quedé pensando ya no en mi y en mis viajes actuales, ahora viajo acompañada con Miguel, siempre estamos pensando en cuál será nuestro próximo destino, en que queremos viajar con nuestros hijos, tres muchachos y dos muchachas, me quedé pensando en mis dos muchachas. En mis dos hijas adoptivas. Ellas están por cumplir 20 años y no encuentro la valentía de decirles que agarren una mochila, que ahorren y que vayan a viajar. Tengo miedo. No por mi, por ellas. 

Es terrible caer en la cuenta que ahora, en pleno siglo XXI aún no somos libres, no podemos tener la misma movilidad, el mismo derecho de desplazarnos que tienen los hombres. Temo por todos mis hijos, pero por ellas dos, temo más. Me quedé despierta pensando en todo lo que se perderán por estar encerradas en casa, no porque las aprisionemos, sino porque "el tiempo está feo" y es mejor que no salgan. ¿Dónde queda la lucha de tantas mujeres del pasado? ¿Cuál es la forma de lucha de las mujeres del presente?

La respuesta a esa última pregunta es sencilla... seguir viajando. A lo mejor tocará aprender nuevas técnicas de autocuido, a lo mejor debemos desarrollar nuevas formas de adelantarnos a los hechos, a lo mejor tocará desvincularnos de este miedo atroz, pero será bueno. Es bueno. Recordé las veces que nos fuimos a vagar con Emilia, ya sea adentro del país o cuando nos fuimos cargadas de cipotes a Guatemala, recordé eso y le desee a mis hijas eso mismo, la libertad de irse, de encontrar la mejor manera de cuidarse y de atreverse a salir, solo si, como mujeres, enfrentamos este miedo a ser golpeadas, el miedo a ser abusadas sexualmente, el miedo a ser secuestradas, el miedo a todo lo que no conocemos, solo si enfrentamos todo eso tendremos verdaderas respuestas, no las respuestas inocuas que dan las autoridades de un país al ser interpeladas por la seguridad de sus turistas.

Siempre he sido nómada, siempre, ahora me estoy dando la oportunidad de ser sedentaria, como un acto de rebeldía, como una decisión pensada y meditada por largo rato, viajar no será ahora, para mi, un reto, sino un placer, será una recompensa. No tengo miedo y no quiero tenerlo cuando una de mis cipotas nos diga: "voy a ir a X lugar en vacaciones". Para ello hay que seguir luchando. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

La muerte y la relación con ella

El Salvador es un cuento de horror. 

No hay que ir lejos para encontrarnos con una escena de muerte a diario, esta mañana mataron a un vendedor de agua en los al rededores de Metrocentro, en plena hora pico, ayer unos delincuentes siguieron a un señor de 48 años y lo mataron en el parque Bolivar, en pleno centro capitalino a la luz del día y frente a cientos de vendedores y transeúntes, ayer leí las notas relacionadas a una masacre que sucedió mientras estaba fuera del país, mataron a 8 trabajadores de EDESAL y a tres campesinos que fueron testigos. Once hombres en un solo hecho. Hemos perdido la capacidad de compasión. Hemos perdido humanidad. 

A pesar que ese tipo de muerte es constante, diaria y casi nos vuelve indiferentes también existe otro tipo de muerte, la que es igual de dolorosa, impactante, pero que carece de los gritos del espanto, sino más bien es silente y en calma.

Ayer hablé con mi mamá. Me contó que Gustavo, uno de mis primos, está en el hospital, está en coma desde hace dos días. Desde muy joven Gustavo tuvo problemas con su sistema respiratorio, le ha dado neumonía un par de veces y al parecer esta vez pensaron que tenía una repetición, pero no, al llevarlo al hospital los doctores le encontraron una bolsa de líquido y pus alojada al lado del pulmón izquierdo. Se la sacaron, no ha despertado desde entonces. Mi mamá me dijo algo terrible: "estoy acá ocupándome de todo lo necesario para que tu tía no sufra más, hay que prepararnos, los doctores no creen que sobreviva". Me lo dijo de la manera más serena y tranquila. Así es mi mamá, pocas veces es tan ecuánime como cuando se encuentra con la muerte, incluso cuando murió mi abuelo, su papá, la vi tan serena y seria, sin derramar una sola lágrima. Siempre he pensando que mi mamá tiene un relación con la muerte muy buena. La admiro por eso. 

Ayer, antes de hablar con mi mamá me enteré de algo más, hace dos años murió una profesora que tuve en bachillerato y que tanto admiré. Ana Mercedes Ruíz hizo en mis días de adolescente que me interesara por las problemáticas sociales del país, de un país recién salido de la guerra, de un país que es ingrato con los humanistas, pero que a pesar de eso se ofrece en bandeja de plata para ser analizado como conejillo de indias, gracias a sus múltiples formas de asombrarnos. Esa mujer tan intelectual y bella se murió y yo no me di cuenta. No me di cuenta seguramente por estar viéndome el ombligo y encerrada en mis egoísmos. Me dolió mucho saberlo. 

Esta mañana mientras venía a mi oficina pensé en los muertos, en los muchos muertos diarios, en los muertos que son cercanos a mi vida y en los muertos desconocidos, las estadísticas, el estado de excepción, en los asesinos, en las enfermedades que nos arrebatan grandes amores y afectos sin darnos tiempo de nada, pensé en mi mamá y en su forma de abrazar la muerte y pensé en mi, en mi muerte.

Pensé.