miércoles, 4 de noviembre de 2015

Desesperanza

A veces nos cansamos, nos llenamos de desaliento. Una llamada, una noticia, una mala noticia, un llanto, un arrepentimiento ajeno, el tiempo, el trabajo atrasado, el trabajo en exceso, la salud que flaquea, la cotidianidad. Tenemos derecho al cansancio, al querer estar solos, a la distancia, al silencio. Se nos desgastan las palabras y quisiéramos dejarlas descansando un buen rato. 

Ayer recibí un mensaje, ha sido el mensaje más triste que he recibido en muchos años... y entiendo. Entiendo porque aunque no han sido las mismas circunstancias, yo también me he sentido desolada cuando me he enterado de algo feo. 

¿Cómo sobrevivimos al desaliento?, ¿es justificable largarnos una temporada a la montaña, solos, ermitaños, huraños, herméticos?, ¿es justo para nosotros? Claro que si. Claro que si es correcto pensar que queremos mandar todo a la mierda, sería maravilloso. Pero resulta que los problemas que a veces nos llegan están ligados a lo que somos... padres, hermanas, tías, hijos. Lo que nos deja exhaustos está ligado a quienes amamos. El amor a veces nos trae dolor.

En lo personal, jamás entenderé a la gente y sus malas decisiones, pero, ¿quién soy yo para juzgar el miedo ajeno? Aún así, comprendo que la vida nos tiene que poner límites, nos tiene que dejar quietos un rato para aprender, para rectificar, para tener espacio de maniobra y tomar otro rumbo y rogar que ese rumbo sea mejor. 

A veces nos cansamos, nos llenamos de desaliento. Pero es más soportable cuando las cargas son compartidas. Yo que soy triste por vocación lo sé perfectamente... y vos que me lees, acordate, no estás solo. 

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