lunes, 28 de octubre de 2013

El abuelo

Se llamaba Vicente. Siempre fue "macho sin dueño", vivió el 75% de su vida bolo, se casó con una indita de panchimalco, hizo 8 hijos, de los cuales solo 5 sobrevivieron... la última es mi mamá.

Mi abuelo siempre me intrigó, era un ser particularmente romántico, no lo digo en el sentido de cursilería, sino de ese romanticismo tan propio de la capital al iniciar el siglo. Nos enseñó a sus nietos que la vida era una cuestión seria que merecía ser reída a pulmón suelto. 

Lo recuerdo tosco, lleno de arrugas y pleitisto con mi hermana menor. Lorena nunca fue de su agrado, en cambio, no sé por qué razón siempre conté con su cariño y complicidad. Desde siempre lo recuerdo así, como cuando me dejaba comerme los mini tomatillos que nacían de su parcela, yo a penas llegaba a los 4 años para ese entonces. A nadie más le permitía eso. Hasta hace poco aún andaban por ahí los últimos restos del libro de ciencias naturales que un día me regaló cuando yo a penas aprendía a leer. Ese libro me ayudó en el 70% de las tareas de esa materia en mi primaria. 

Finales de cada octubre es para él, quizá porque al amanecer de un día de esos se le ocurrió buena idea morirse, luego de haber llevado la contraria a todos los doctores que siempre decían, luego de sus tres derrames, que jamás podría caminar. Esa madrugada, para despedirse de esta vida me puso a leerle lo que estaba estudiando para mis exámenes finales de octavo grado. Era un poema de Manuel Acuña. Con la última fuerza que le quedaba me dijo dos cosas: "estudie, hija... y no deje que nadie la joda". Para mí ha sido una cuestión de honor obedecer a ese viejito tufoso y huesudo. 

Ayer se cumplieron veinte años de haberse ido. Es increíble lo rápido que ha pasado el tiempo y yo sigo oyendo esta canción cuando pienso en vos, Chele Vicente.


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