miércoles, 13 de noviembre de 2013

24 años atrás

Mi papá salió la mañana del 11 de noviembre y no regresó. En casa solo estábamos Lorena, que para entonces tenía seis años, mi mamá y yo. Gabriela no había nacido, ella nacería en tiempos de paz.

Yo tenía doce años, la misma mañana en la que mi papá salió a "hacer un mandado", mi mamá fue al mercado, como hormiguita había pasado los últimos días trayendo grandes cantidades de frijoles, arroz, aceite y candelas... como que se preparaba para una guerra, le dije un día. Tonta de mí. Al irse al mercado me dijo que lavara uno de los grandes barriles que teníamos en el patio y que lo llenara de agua. Por supuesto, mis intereses no eran los mismos y me puse a leer la Cabaña del Tío Tom y olvidé el encargo. Al regresar del mercado hizo lo que toda madre haría en esos casos... me disciplinó a la usanza del tiempo, me pegó. De lo enojada que estaba tomó una de las reglas de madera que servían para tapar el barril y me dejó ir un golpe que iba a la altura de mi quijada, metí la mano y el golpe me dio en los dedos de la mano derecha. Me quebró el dedo pequeño. 

Aquella noche no entendía si mis ganas de llorar eran por el miedo de oír balas cercanas, del dolor que sentía en la mano o de pensar que mi papá no estaba con nosotras. 

La guerra que tanto mencionaban llegó a la puerta de nuestra casa. Llegó y nosotras estábamos solas. Escuchaba, en las noches el paso de los muchachos sobre nuestro techo, pensaba que ahí por donde pasaban, escondidos por las ramas del árbol de mangos, ahí mismo era mi lugar secreto para ir a leer sin que me molestaran. Habían pasado tres días de ese ir y venir de noticias y de guerrilleros y mi papá no daba señales de vida, poco a poco mi mamá iba modificando hasta su forma de hablar, la veía más afligida. En la segunda noche de aquella larga semana la escuché llorar. No la abracé porque desde ya las lágrimas ajenas las sentía demasiado ajenas. Es otra forma de decir que estaba resentida. 

El 13 de noviembre, un día como hoy, hace 24 años llegaron a la casa a pedir comida "los muchachos", como todos los adultos les decían así yo me los imaginaba bien jóvenes, como los de bachillerato de mi colegio. Me sorprendió cuando llegó un tipo con una gran barba, vestido con colores oscuros, armado, en la cintura un cincho lleno de bolsitas misteriosas y atravesado en el pecho una hilera de balas. No le tuve miedo.

Mi mamá me dijo que teníamos que darles de comer. Un día antes habíamos hecho una gran perolada de frijoles, ni me acuerdo cuánto tiempo pasé limpiando frijoles, pero seguramente eran varias libras porque sentí eterna aquella limpiada. Detrás de aquel tipo se hizo una gran fila, eran varios, no recuerdo cuantos. A cada uno le dábamos un plato de plástico hondito con frijoles y arroz y dos tortillas... las tortillas las había hecho mi tía Melia, que vivía a la par de nosotros. 

"Estos son los que caminan en el techo en la noche" pensé. 

Comieron en el patio de enfrente de la casa, habían dos muchachas, esto también fue una sorpresa... no sabía que habían mujeres en la guerra. O tal vez si sabía, pero nunca había visto a una en persona. Cuando se tienen doce años es demasiado inocente. 

Mi hermana era la que más preguntaba dónde estaba mi papá. Yo solo recuerdo que lo extrañaba demasiado, más cuando me veía el dedo quebrado y mi tía me cambiaba el entablillado con un palito de paleta, pero no preguntaba por él, a lo mejor no quería malas noticias. No importa ya. 

La noche del 13 sucedió algo que nunca voy a olvidar en la vida. Estábamos durmiendo (o tratando de dormir) en el cuarto que compartíamos con mi hermana. Mi mamá había puesto un colchón parado frente a la ventana y habíamos metido la mesa del comedor al cuarto, bajo de ella pusimos un colchón y ahí nos acurrucábamos las tres. La ventana del cuarto daba al patio, donde había una escalera que nos permitía ir a tender en el techo, pero que por "la situación" habíamos bajado, un par de árboles de marañón nos daba sombra y toda la variedad de plantas que criaba con primor mi mamá, ah... si... también los barriles donde guardábamos agua. No sé qué hora era, solo sé que las noches, cuando se tiene miedo son demasiado largas. En algún momento de la madrugada se oyó un ruido demasiado fuerte, como si algo muy pesado cayera desde el techo. Desperté a mi mamá, en realidad ella también había escuchado el ruido y ambas temblábamos, solo que ella se contenía en su habitual imagen de mujer recia. No me dijo nada, solo me hizo una leve presión sobre la nuca con su mano, para que me volviera a acostar, "sshhhhuuuu" me susurró y yo obedecí. Me quedé inmóvil pero no pude dormir.

Creo que ella creyó que estaba dormida, no nos podíamos ver los rostros, no había energía eléctrica, creo que decidió no salir a ver qué sucedía hasta que la luz del día la ayudara a no estar tan desprotegida. También ella se acostó, Lorena estaba en medio de ella y de mí. Nunca he podido dormir con alguien al lado, y menos dormir si me abrazan, ahora de adulta he podido habituarme a momentos así pero cortos. Aquella madrugada ha sido la única vez en la que soporté horas en sea posición. 

Cuando el sol empezó a dejar sentir su luz mi mamá se levantó, yo me levanté atrás de ella, no sé si ella lo escuchó, pero yo recuerdo perfectamente que una media hora antes de eso había escuchado gemidos, como un llanto que no quiere salir, pero que no soporta ser retenido y entonces sale quedito. Como cuando lloré dos noches antes por el dolor y la soledad. Exactamente así. 

Mi mamá abrió la puerta del patio, llevaba en una mano una escoba... como si eso fuera una gran arma y yo iba detrás de ella, cuando me sintió los pasos me regañó con su cara de enojada, de esa manera que tenían las mamás de antes de regañarlo a una sin palabras. Me hizo un gesto de "regresate al cuarto" y yo solo menié la cabeza con un no necio. Siempre he sido necia dice mi mamá, incluso ahora que ambas somos adultas. 

Al abrir la puerta, arrimada a uno de los palos de marañón estaba una mujer. Estaba herida. Una bala le había entrado en la parte de atrás del muslo derecho. Era una de las muchachas que una tarde antes había comido de nuestros frijoles y arroz. No dijo nada, solo vio a mi mamá y creo que le dio alegría verla. 

Mi mamá ha trabajado en un hospital toda su vida, incluso antes de que yo naciera. Se imaginarán que en nuestra casa siempre ha habido un kit hospitalario muy bien equipado... gasas, vendas, antibióticos y analgésicos. Entre las dos la levantamos del piso y la llevamos a la cocina. El lugar más cerrado y escondido de la casa. Ahí la pusimos en una silla y le dimos, primero, un vaso con agua... luego mi mamá se encargó de curarle la herida, con el mismo primor con el que me curaba cada noche el dedo que ella misma me quebró. 

Le pregunté como se llamaba... "Maricela" me dijo. Pero en aquel entonces yo no sabía que eran los pseudónimos, ni que era una costumbre entre los muchachos no decirse los nombres, así que a saber cómo le había puesto su mamá al nacer. Talvez Lupe, o Flor, o Mariana... María o Teresa. Que feo ha de ser vivir con otro nombre que no es el de una.  

Era colocha, tenía el pelo alborotado, era chele y sus ojos eran oscuros, andaba toda careta y a saber desde cuándo no se bañaba. Le estaba dando una taza de café caliente cuando le escuché las tripas rugiendo del hambre. Con una mirada severa mi mamá me indicó, sin palabras otra vez, que le hiciera algo de desayuno a la mujer. Plátanos fritos, frijoles y unas galletas. Se levantó mi hermana y mi mamá no la dejó entrar a la cocina, la mandó a jugar con mis primos a la casa de mi tía. 

"Quiero hablar con vos y con Alfonso" le dijo mi mamá a mi tía... Alfonso era el marido de la hermana de mi papá. Cuando llegaron a la casa mi mamá les contó que tenía a una mujer herida en la cocina y que no sabía qué hacer, no la quería en la casa, por nuestra seguridad, además la fuerza armada había dicho que iba a subir el cerro donde vivíamos y que iban a catear las casas. Mi tío, que siempre fue comerciante, tenía un furgón que por cuestión de seguridad para ambas casas, lo había parqueado atravesado, de forma que el furgón era una barricada alta y fuerte frente a nuestras casas. "Yo digo, comadre... que la pongamos en el furgón mientras vienen sus compañeros a traerla o si pasa la Cruz Verde la podemos mandar a un hospital como civil". 

Resumiendo el cuento, Maricela fue trasladada por mi tío al furgón cuando se hizo oscuro. Habían puesto una colchoneta en el piso del furgón y unas frazadas, mi mamá le hizo una caja con pastillas, una lámpara y unos panes con frijoles y unos mamazos. Ahí durmió la muchacha. 

A medianoche se escuchaba que los soldados venían subiendo la loma, como era su costumbre venían haciendo ruido, como diciendo... "ya llegamos, no teman infames civiles". Con un altavoces dijeron que iban a pasar por cada casa. Mi mamá, mi hermana y yo ya estábamos en el cuarto donde buscábamos protección cada noche. Esa noche Lorena estaba muy intranquila, abrazada a mi mamá le preguntaba mil cosas. A mi, honestamente, ya me tenía algo abatida aquella preguntadera. Nunca he tenido mucha paciencia o quizá también tenía miedo y no sabía cómo abrazarme a mi mamá. 

En un momento de ruido y confusión, los soldados vieron a unos guerrilleros que iban en guinda sobre los techos de las casas del otro lado de la calle, hubo disparos por supuesto y luego alguien gritó que pondrían dinamita al furgón. Pensé en Maricela, pero no dije nada, solo pensé que estaría asustada y con miedo, pero peor aún... estaba sola. 

Recé. Porque en esa época y a esa edad, rezar aún es una opción. En medio del caos escuchaba a mi tío que les gritaba a los soldados desde su casa, diciéndoles que no estallaran el furgón, que habíamos 8 niños y niñas en ambas casas, dos mujeres y solo él de hombre. El daño a mujeres y niños, aún en la guerra, es lo más bajo... al menos en aquel tiempo. Recé y me di cuenta que mi mamá también murmuraba una oración. Mi hermana lloraba. 

No recuerdo qué pasó, solo escuché que de repente escuché pasos corriendo, los soldados se iban. A lo mejor seguían a los guerrilleros que los alejaban del furgón, donde sabían que estaba Maricela. Me pregunté si Maricela tenía hermanos y un papá y una mamá. Me pregunté si estaba rezando también. 

Al amanecer del 15 pasó algo extraordinario para mí. Mi papá regresó. Llegó chuco y despeinado, para entonces todavía tenía una melena de fuertes cabellos cafés, venía barbado, nunca lo había visto con barba, siempre ha sido muy disciplinado con eso de la rasurada. A lo mejor por su trabajo en un banco. Tal vez porque a mi mamá nunca le han gustado los barbudos o a lo mejor porque no nos gustaba, a Lorena y a mí, que nos raspara con sus pelitos de guisquil, así les decíamos a sus vellos espinudos del rostro cuando un día no se rasuraba. Llegó y aún con barba lo abracé y le dejé que me chineara para poder arrecostar mi cabeza en su hombro como siempre lo hice siendo una niña pequeña. El mundo se podía acabar, él estaba con nosotras. 

Pero el mundo no se acabó. Pero casi. 

Mi papá traía malas noticias. En su trayecto pudo confirmar varios rumores, la fuerza armada iba a bombardear la zona, los aviones y helicópteros estaban listos. Iban a "fumigar" la zona, teníamos unas horas para buscar un lugar seguro para pasar la noche. Mi tío Alfonso tenía un hermano que vivía en la misma colonia, solo que como a un kilómetro de distancia, esa casa era de dos plantas; ambos, mi papá y mi tío Alfonso consideraron que era el lugar más idóneo para buscar refugio. En la tarde llegaron los muchachos, el mismo barbudo de antes se llevó a Maricela, nos dijo adiós y se fue renqueando, apoyada en su compañero. Iban rumbo a la parte más alta de la colonia. Nosotros, en gran caravana de niños... yo era la mayor de todos, el más chiquito tenía tres años, junto a nuestros padres nos fuimos a la casa del tío Beto. No éramos las únicas familias ahí. La enorme casa estaba atestada de gente. No cabía más. Beto, hermano de mi tío Alfonso tuvo que decirle a una gente que ya no podía darles refugio, no había donde. 

Aquella noche del 15 pasé en vela, no pude dormir ni un momento, lo recuerdo tan bien. Muchas veces tendría noches como esa, en las que mis ojos se niegan a cerrarse. Aquella noche se negaban a cerrarse, pero ya no sentía miedo, era otra cosa. Era estar alerta. La casa del tío Beto era su casa, pero también era un almacén de granos básicos, esa era la razón de que la construyeran grande, toda la parte de abajo eran bodegas. Pasamos la noche rodeados de ratas y sacos de yute. Mi mamá se arrinconó con Lorena, quien no podía dormir si no estaba abrazada a ella, bajo una mesa. Yo me senté a su lado, pero pronto me aburrí, me levanté y me fui a buscar a mi papá. Todos los hombres estaban en la terraza, bajo el alerón de hormigón de la segunda planta, los más valientes (sumado a que ya no cabíamos) estaban en la segunda planta, mi papá estaba sentado en un tronco de madera con funciones ornamentales, pero que debido a la multitud en la casa él había tomado como asiento. Me acogió en su regazo y me quedé en silencio con él. Entonces lo vi.

Es lo más espantoso que he visto en mi vida. Aún más espantoso que mis habituales alucinaciones, era más espantoso porque era real. 

En medio de la noche, de aquella oscuridad, se escuchaba un helicóptero pasar y aviones... en medio de esa oscuridad, donde no recuerdo si habían estrellas, de repente, ante mis ojos apareció una lluvia de fuego. Eran trazos cortos de color rojo. Mi papá me explicó que eran balas. Era como una línea de clave morse, dirigida a ciertos lugares. De esos mismos lugares subía otro trazo de balas con dirección al helicóptero. De pronto. Una bengala y su claridad artificial. Vi la cara de mi papá en ese instante. Estaba llorando, con ese llanto de hombre en el que solo se salen las lágrimas y no hay más prueba del llanto que esa, de los ojos les manan lágrimas. Siempre he admirado a los hombres por su manera de llorar. 

Ahí estábamos abrazados cuando llegó el tío Beto. Andaba buscando a uno por uno a todos los jefes de familias, les decía que a cada que encontraba que al amanecer la cosa estaría peor, que la orden de los soldados era arrasar. Mi papá me mandó de nuevo donde mi mamá y yo le obedecí, sabía que debía hablar con mi tío Alfonso, nada se hacía si las dos familias no se coordinaban juntas. Nada. 

A las 6, cuando el toque de queda terminó nos agarraron a todos los críos y regresamos a la casa, me impactó ver las macetas de mi mamá totalmente destruidas por las balas, la orden era... agarren lo que puedan, solo ropa y comida. La decisión era irse en ese instante. Intentaríamos irnos en el furgón, pero si nos detenían y lo confiscaban... nos iríamos a pie, la idea era llegar a los Planes de Renderos, a la casa de mi tía Isabel, hermana mayor de mi mamá. Ella, mi tía, trabajaba como ama de llaves de una familia oligarca. Era el lugar más seguro que encontraron mis papás. En total éramos 8 niños y 4 adultos. Muchos vecinos al ver que nos marchábamos nos pidieron ray, así que en un conteo rápido que hice íbamos alrededor de 25 personas. 

Para llegar desde Mejicanos hasta Los Planes nos tardamos más de 3 horas. Entre registros de la guerrilla, entre los retenes de los militares, entre dejar gente y recoger gente por el camino. 

Cuando llegamos a casa de mi tía nos recibieron con abrazos y cara de desastre. Tuvimos suerte. Entre la noche del 15 y el mediodía del 16 se registraron los combates más fuertes en la zona de mi casa y en el camino vi más muertos de los que una niña de 12 años tendría que ver. Aún recuerdo el cuerpo de un hombre, guerrillero, los soldados lo habían metido de cabeza a un recipiente donde la gente sacaba la basura para que el camión se la llevara, solo se veían las piernas asomando. ¿Cómo es posible?, pensé. Habían hecho un cartel con un cartón de caja de pastel, con algo escribieron "perro comunista". ¿Cómo es posible?

Mientras veía gente ir y venir en el camino, pensaba en Maricela. Nunca más la vimos, en realidad no había por qué verla de nuevo, ni a ella, ni al barbudo, ni a ninguno de su grupo que comió frijoles y arroz en nuestro patio.

La mañana del 16, al llegar a casa de los patrones de mi tía, la niña Carmencita (matriarca de esa familia), mi tía y la Chavelona (otra mujer que trabajaba ahí) nos revisaron a todos los niños, para confirmar si no íbamos heridos, a cada revisado le daban un vaso de leche y un paquete de galletas, esas que en ese tiempo solo se veían si las traían de algún viaje a Estados Unidos. A mi me revisó mi tía Chave, al verme el dedo entablillado me preguntó cómo me había hecho eso, le dije que me había golpeado bajando una caja del pantri de la casa, que eso había sido el sábado en la mañana, antes de la guerra. Me llevó donde el patrón, que era doctor de profesión. Fue él el que dijo que era una quebradura. No podían llevarme al Bloom, así que seguí entablillada, solo que ahora con un vendaje más propio de un doctor. Estaba untándome algo para el dolor, cuando vi la noticia. El doctor estaba viendo la tele, esperando ver noticias cuando yo aparecí en su estudio. Las noticias empezaron y fue cuando volví a preguntarme "¿Cómo es posible?" al escuchar que habían matado a unos jesuitas.  

El doctor sabía que yo estudiaba en el Externado. Había pasado a sexto grado y sobre todo, sabía que ya entendía qué era eso de homicidio. Vio que se me llenaron los ojos de lágrimas y adivinándome el pensamiento me dijo.... "no son los curas de tu colegio". Aún así seguí llorando. Salí de la casa y me fui al patio donde estaba toda mi tribu y le dije a mi papá lo que había visto en las noticias, me abrazó y me dijo lo mismo que el doctor... "no son los de tu colegio", no entendía que me dijeran eso... igual los habían matado, a unos sacerdotes, no importaba si eran o no eran del colegio, estaban muertos. Pensé, si matan curas, pueden matar a cualquiera. 

Pasé en silencio todo el resto de la tarde, llegar a los planes era reencontrarme con el Chele Vicente, papá de mi mamá, mi abuelo se dio a la tarea de llevarme a su tomatera y contarme cuentos del Cipitío y cosas lindas para distraerme. Al empezar a caer la noche me llevó a su "cocina secreta" que estaba en medio de sus plantaciones, me dio café de maíz en jarras de barro y nos fuimos a sentar en una gran piedra a ver el atardecer hermoso desde aquella colina, podíamos ver San Salvador iluminada por las últimas luces del sol. Me dijo algo que me tranquilizó un poco... "si viste muertos, no estés triste por ellos, esa gente ya no sufre". El silencio de mi abuelo y el olor del bambú que nos rodeaba me dieron un poco de paz. 

Aquella noche, por primera vez en una semana pude acostarme en una cama. Sola. 

Esta mañana, al abrir los ojos, descubriéndome sola en mi cama recordé todo esto. Cada detalle, cada olor, cada dolor, cada miedo. Como si tuviera 12 años de nuevo, como si estos 36 años que ahora vivo fueran un sueño. Como si el tiempo diera vueltas en redondo, como dice Úrsula Iguaran. Pero no es cierto. Mi abuelo murió hace años, la guerra terminó, nació Gabriela, me gradué del colegio de jesuitas y me fui a estudiar a la universidad donde mataron a los otros jesuitas, dejé de rezar, sigo sin poder abrazar a mi mamá y la mente me ha ido mutando poco a poco, a veces pienso que es bueno, a veces no sé. A lo mejor soy una cobarde. A lo mejor. 

Hace 24 años pasó todo esto y a veces... pienso que nada ha cambiado.

2 comentarios:

Miguel G dijo...

Un lindo relato desde la óptica de una niña, que a fuerza de balas y de muerte le tocó crecer antes. Me conmovió mucho recordar la solidaridad, el miedo, la angustia, la rabia y darme cuenta que en el fondo se sigue sintiendo lo mismo.
Algunas veces yo también pienso que nada ha cambiado.

Flor Aragón dijo...

Hermoso, Karla, hermoso y conmovedor. Creo que todos los que vivimos en esa época tenemos historias que contar; unas más graves, las otras menos, pero historias al fin, tristes.