El domingo pasado llegó Miguel con su mochila al hombro a mi casa... me preguntaba qué traía en ella. Domingo no es día de mochila para él, es viernes.
Abrió el artículo contenedor y de él sacó... una cacerola. Un día antes habíamos andado buscando una cacerola triple b (buena, bonita y -sobre todo- barata) y nada, solo encontramos una que me enamoró por su precio: tres dólares... la Tienda Morena es lo mejor para mí.
Sin embargo, nos quedamos con la sensación de que nos faltaba una cacerola extra en la casa, pasé tres meses haciendo malabares con una sola sarten, no se imaginan lo estresante que es tratar de armar un almuerzo o desayuno decente con una sola sarten.
Miguel sacó aquella cacerola, es grande, contundente y hecha de barro negro. La compró - me contó - hace como unos tres o cuatro años atrás en un pueblo de oriente del país (no logro recordar dónde) y había estado guardada en su casa, refugiada de la posibilidad de ser quebrada por alguno de sus hijos. Hoy vivirá en mi hogar.
Como mi intensión es cocinar todos los días para comer sano ahí me tenían... preparando mi almuerzo del lunes: pollo con piña y salsa de mandarina... quedó rico.
El artefacto para cocinar es bueno: tiene buen rito de cocción y además no se calienta su mango.
Esta mañana estaba preparando mi almuerzo de hoy cuando pensé que (debido a los últimos sobresaltos nocturnos, debido a un par de balaceras escuchadas últimamente) también sería un excelente escudo y arma de defensa personal.
En serio... alguien haga algo con mi paranoia. En serio.
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