Conocer Santiago fue realmente mágico, pasar solo unas semanas sumergida en libros y forrada de chumpas y sueters, casi que solo caminaba del apartamento a la Universidad y viceversa.
Lo único que si hice, en esos días de tormenta y frío fue ir al Palacio de La Moneda. Y una es tonta... porque termina derramando lágrimas de pensar muchas cosas referente a lo histórico, como cuando termino llorando mientras transcribo entrevistas de mujeres que vivieron una masacre, como cuando a los 14 años terminé llorando agarrada de la mano de mi papá, en medio de la misma plaza donde años antes, durante el entierro de Monseñor Romero, él mismo iba a terminar aplastado o baleado... ambos pensábamos que aquella plaza retumbando de gente y banderas era lo más hermoso que habíamos visto.
Una tiene derecho de llorar por su historia, por la historia que va recorriéndola a una y la que una recorre. Llorar por gente en aviones, por gente que muere por gases, por gente que no tiene una vivienda adecuada y que corre peligro en un temporalito de morondanga. Una tiene ese derecho, pero también el deber de hacer algo concreto por tratar de que este mundo no sea tan peor, que no sea como el de hace cuarenta años, que no sea como el que gente sin conciencia quiere para sí.
Conocer Santiago es conocer San Salvador, es conocer Managua y cualquier otra ciudad latinoamericana, no por lindas o parecidas, es porque compartimos una historia, una sola sangre y un canto profundo que llama a vivir.
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