Ambas teníamos 15 años cuando nos conocimos. Ambas éramos inocentes y jugueteábamos con las emociones para aprender a manejarlas, así como hacen los gatos con los ratoncitos antes de devorarlos.
Crecimos juntas, nos convertimos en mujeres al unísono... cometimos errores y los enmendamos (o al menos lo intentamos). Aprendimos a conocer a los hombres y a sus diversas maneras de amar y engañar. Sufrimos y gozamos de la vida estando cerca, no tanto físicamente, pero siempre sabíamos que la otra siempre estaría al otro lado del teléfono, o del chat o de aquel sentimiento tierno que solemos llamar hogar.
En muchas maneras, ella: mi amiga, mi hermana elegida, mi compañera de libros, mi alera a las aventuras más descocadas, de viajes a Guatemala, de canciones de madrugada, ha sido el gran amor de mi vida, fuera de mi familia.
Tengo dos meses de no saber de ella, ha sido el tiempo más largo que tenemos en tantos años de amistad de no hablarnos, ni siquiera por telepatía.
Mañana será un día especial... un día que me hubiera gustado compartir con ella y ahora no está. La música no suena igual, las estrellas no me dicen mucho desde entonces y yo, como con los otros dos, he tenido que hacer una revisión concienzuda y real de mis errores y pedir perdón.
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