Siempre he pensado que un buen remedio para mi impaciencia y para mis tristezas sin sentido es cocinar.
Es como si algo se instalara en mi interior y mis manos empiezan a fabricar cosas que pueden nutrir a otras personas. Creo que al final es eso... la sensación de poder hacer algo para las personas que son importantes para mí.
En este caso, nosotros no celebramos ningún aniversario, ni cosas por el estilo, pero esta noche viene a cenar Miguel y yo me dispuse a cocinar desde temprano, pensé qué le podría gustar... antes le había preguntado... pero en una desmarcada espectacular me dijo que yo decidiera. Como si eso fuera fácil.
Acá estoy, a un par de horas para que él llegue, tengo un reguero de verduras frente a mí, están esperando su turno para ser salteadas mientras la carne está cocinándose en la única sartén que tengo. Y me parece maravilloso como conviven el zuquini con los tomates y el ajo... así como se combinan las cebollas moradas con los hongos... estos dos últimos caramelizados por una sabrosa sidra de manzana.
Y se acercan las papas con cilantro y otras cosas que servirán para saciar un hambre que no es de estómago nada más, tal vez sea demasiado ingenua a mis 35 años, pero siempre he creído que compartir los alimentos genera lazos, establece vínculos y de paso... me recuerda que no estoy sola y que... aunque sea impaciente... todo tiene su tiempo de cocción y hay que esperar para todo esté mejor.
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