domingo, 26 de mayo de 2013

Todos los Migueles son iguales

La experiencia me dice que todos los hombres llamados Miguel son iguales... que es lo mismo que decir que tienen puntos en común.

- Son desconfiados,
- Se venden como antisociales y resultan ser el alma de la fiesta, 
- Siempre buscan una excusa para filosofar,
- Están MUY pendientes de la gente que aman,
- Son algo radicales en algunas cosas, pero van buscando establecerse (de alguna manera bastante extraña) en una normalidad que es bien extraña para mí,
- Son algo parcos para la demostración de afecto, pero (Ay!) cómo me sorprende su manera de querer a la gente, tan genuina y desinteresada. 

Sí, yo lo digo con propiedad porque en mi vida he tenido tres Migueles muy importantes: Mi primo, quien fue el causante de que me guste la música, Miguel, mi actual pareja... pero también Ernesto Miguel, un exalumno que tuve y que por cuestiones de violencia social ya no está en esta vida para leer este post.

Ernesto Miguel tenía 15 años cuando nos conocimos, yo calculo (no lo recuerdo muy bien) que yo rondaría los 22 o 23 años. Él tenía serios problemas disciplinares y yo era una profesora bastante idealista. Recuerdo que en una reunión de profesores, en esas que solo sirven para criticar y moralizar a los alumnos de los colegios religiosos, me lo endosaron, su coordinador de grado casi se daba por vencido pensando que el muchacho no tenía remedio y nadie daba un cinco por él, todos pensaban que al terminar ese año (cursaba noveno grado para entonces) terminaría expulsado, no solo por su mala conducta sino por ese par de materias que no se le daban. A mí me pareció un reto darle seguimiento y tratar de evitar el fatal desenlace. 

No me pregunten por qué pero siempre he pensado que la mejor cura para una rebeldía mal entendida de los cipotes es ponerlos a hacer algo productivo, algo que los rete, algo que los entusiasme. Fue así como  Miguel, quienes todos le decían Tambo, terminó (junto a otros de su misma especie) yendo a un orfanato todos los sábado a trabajar con niños y niñas: les dábamos seguimiento en tareas de la escuela y organizábamos juegos para distraerlos. Era hermoso verlos. Yo sé que quizá algunos de ustedes que leen estas líneas no verán nada "extraordinario" en este tipo de tareas, pero verlos... a ese grupo de adolescentes... reunirse desde días antes, en sus recreos, para organizarse para cada sábado me llenaba de una emoción que pocas veces he podido sentir de nuevo.

Como siempre fui encariñándome con algunos de mis alumnos, Miguel era uno de ellos, siempre que se podía organizábamos excursiones y campamentos (en tiempos de vacaciones) o viajes a donde nos diera la gana. Él era de los que nunca faltaba. Una vez, lo recuerdo tan bien, fuimos a Honduras. En medio de mil tragedias que tuvimos que pasar para llegar a Tela, él me acompañó en mi labor de guía. Iba sentadito en una de las gradas del bus mientras yo parecía suricata meneando la cabeza para descifrar cuál era la mejor ruta para llevar ese bus lleno de adolescentes hacia el Atlántico. Ante mi estrés... hizo lo más cristiano que encontró... sacó un cigarro y me lo ofreció. 

Es increíble, creo que es de las pocas personas con las cuales he podido hablar durante horas y que, a pesar de eso, siempre quedaban temas en el tintero para seguir hablando días después. El día que se graduó de bachillerato, luego de la misa, en medio de aquel caos de abrazos y besos familiares y de amigos, me buscó. Me dio un papelito, de esos ridículos papelitos que los adolescentes hacen para no decir las cosas de frente, decía: "Gracias por tenerme fe". Por supuesto, yo que soy una cursi y una ridícula, aún conservo aquel papelito.

Hace nueve años mataron a Miguel. 

Cuarenta minutos antes de que un par de ladronzuelos le dispararan, nos habíamos despedido en la peatonal de la U, habíamos hablado de Jung, de planes para ir a acampar en las vacaciones de agosto y de fumarnos un cigarro al día siguiente. Él tenía 20 años y yo rondaba los 27 o 28 y la vida me pareció tan injusta como me lo parece ahora también.

Siempre, cada vez que llega esta fecha, busco aquel papelito que me dio el día que por última vez se puso su uniforme de perico y de verdad se lo digo, en esta su ausencia tan enorme, le digo: "gracias Tambo, por haberme tenido fe".

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