jueves, 7 de enero de 2010

Pic-nic

Padezco de aburrimiento y creo que es un mal de antaño.

No sé cómo terminé recordando de las veces que mi papá (ante la ausencia laboral de mi madre, quien tenía turnos hospitalarios en los inicios de los 80's) buscaba la manera de sacarme de tales aburrimientos.

Y es que cuando me aburro... siento bien feo, como que todo se detiene.

Elogio los intentos creativos de mi papá, quien a sus treintaypico de años se topó con la sorpresa de que su hija era (desde ya) una persona bien peculiar para los gustos. Osea... casi nunca se queda bien conmigo, solo que con el tiempo tuve que aprender a apreciar más el intento que el detalle en sí.

El asunto de este post, es que recordé esa forma que logró quitarme el aburrimiento en ese tiempo. Mi papá se inventó que nos fueramos de picnic, justo luego de ir a dejar a mi mamá a la parada de buses, él llevaba en una cestita comida sencilla preparada por él mismo: panes con margarina, con frijolitos molidos, con miel, dos termos... uno con café y otro con chocolate, galletas rellenas de la diana o semita alta, también echaba una mantita y me agarraba de la mano, caminabamos hasta unos edificios, en ese entonces nuevos, que todavía no estaban habitados, al lado de dichos edificios había una zona verde con un árbol de mangos en medio.

Ahí mi papá me sentaba, se sentaba él e iniciaba el ritual de preparar todo... sacaba la mantita, la colocaba sobre la grama, sacaba todos los alimentos y los ponía sobre la mantita y por último sacaba algo realmente explendido: mi oso y un libro. Me daba el oso y abría el libro y empezaba a leer algún cuento que aderezaba con su propia versión de detalles y con su creatividad hacía un final totalmente distinto. Gracias a eso, yo aprendí versiones muy distantes de la caperucita roja, de los tres cerditos y de blanca nieves... Mi papá habría sido un genial socio de los hermanos Grimm. Lo sé.

Lo hermosos no solo radicaba en su esfuerzo por prepara algo comestible (a él que se le quema hasta el agua hervida), o de hacer el tiempo para quitarme la cara de aburrimiento, ni tampoco en los pequeños detalles osunos, ni en los finales felices radicaban en una dimensión de la imaginación fantastica de él. Sino que me hacía sentir bien y eso se lo agradezco hasta la actualidad.

Hoy, ante la mirada asombrada de Sebastian, nos fuimos de Picnic él y yo. Llevamos comidita, su oso y un libro. Buscamos un lugar rico en el patio de la casa (ni modo, cada vez hay menos zonas verdes) y nos tiramos a la grama a disfrutar de este pedazo de tiempo en el que lo importante es sentirnos cómodos mutuamente.

La vida es un Picnic.


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