Las tres se iban al recreo cada día, tomaban posesión de sus lugares, una enormes gradas hechas por si invadían los gigantes alguna vez el colegio... frente a la cancha de basketball. Los engreídos, estilizados y muy delgados jóvenes de 15 años pensaban que se instalaban ahí pues admiraban sus habilidades deportivas vespertinas, daban demostración de sus fuerzas, de sus gracias y hasta les regalaban una sonrisa a las tres niñas sentadas enfrente... ellas ni cuenta se daban... iban ahí cada tarde porque desde ese lugar podían observar... discretamente, en el secreto, en el anonimato... cada quién a su árbol.
Eran tres árboles, míticos, enormes y frondosos, habitaban el lado más lejano del recreo, nadie iba por aquellos rumbos, nadie se acercaba... nadie los veía, todos los ignoraban, a excepción de ellas tres.
Había sido amor a primera vista, de ese amor adolescente... tierno y estúpido... Por parte de ellas, todo radicaba en la sensación de calma y de violencia encerrada en sus ramas, el caos de su corteza, en el silencio de sus hojas... ellos se habían enamorado de ellas porque nadie más los amaban, además ¿qué podían perder? Nada, ni siquiera el tiempo.
Pero todo idilio termina, ellas terminaron de crecer, los muchachos deportistas descubrieron que no eran ellos los objetivos de las miradas ni el cuchicheo, los árboles... los árboles siguieron ahí, inamovibles. Todo se transformó y ellas se fueron.
Una regresó... siguió viviendo ahí, en esa dimensión, de vez en cuando se atrevía a ir hasta las raíces de los árboles, les contaba en cartas interminables a sus dos amigas a cerca de sus respectivos amores y ella se satisfacía al pasar su mano por el tronco brumoso del suyo. Lo amaba.
Un día no amaneció para los árboles, fueron talados... el caos, el dolor, el desastre... todo se materializó en sierras eléctricas... ella vio todo... Lloró. Envió un mensaje de luto a sus amigas y con tristeza fue a recoger un breve trozo de cada uno de los árboles. Prometió no volver a enamorarse de otro árbol.
Hoy planté un árbol.
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